sábado, 29 de diciembre de 2012

DENTRO DE UNA CHISTERA. CAPÍTULO V


     Le contó casi todo. Al principio le fue difícil, no sólo porque hasta entonces no se lo había contado a nadie, sino también porque llevaba algo más de dos años sin apenas hablar, y al escuchar su propia voz, le pareció raro, creía que estaba hablando demasiado y se detenía de tanto en tanto.
   Le mencionó que había estado viviendo en una especie de sótano, subsistiendo con la comida que su familia había almacenado y entretenido con montones de libros e instrumentos de música. Le contó que había pensado hasta en quitarse la vida, que no tuvo noción alguna de cuando era de día y cuando de noche, que tenía que hacer sus necesidades en un agujero que el mismo excavó, que no sabría si aún quedaba alguien con vida en el exterior y que dormía en una cama hecha de montones de hojas, mil veces rotas, de libros desde la Ilíada hasta el Teeteto. Se lo contó todo excepto lo referente a su tío Rodri, aquel planeta en miniatura que aún hoy estaría girando y aquel delicado asunto que hacía referencia a que creía saber qué había pasado en el mundo. Para contar todo eso esperaba a la persona adecuada.  
   Ron no había levantado la vista del fuego, había permanecido sentado al otro lado de la hoguera, jugueteando con un fino palo entre las llamas y con gesto cansado. Sólo su ancho bigote se había movido de vez en cuando, como quien olfatea el viento. Hasta que rompió su silencio con un leve: - Es imposible.
   Luego levantó la vista y siguió diciendo:
            - Entonces, no sabrás lo que es la pulcra ni que ocurrió desde entonces, ¿verdad?
            - No
            - Bien, te lo contaré por el camino, tenemos que ir a ver a alguien que nos dirá que hacer contigo. – Respiró hondo, se atusó el bigote y comenzó a recoger sus cosas.
            - ¿Ahora, de noche? – Preguntó Iván que se había levantado también
            - ¿Te da miedo la oscuridad, hijo? Tenemos que ir cuanto antes, de noche hay menos vigilancia en el campamento, podrás pasar más desapercibido. Tenemos que ir a ver a alguien allí, alguien que un día me hablo de vosotros
            - ¿Nosotros?, espera Ron, por qué tendría que esconderme de nadie, ¿acaso no estamos todos en el mismo bando?
            - Hijo, escúchame, ya no hay bandos, ya no queda nadie con ganas de coger un arma o asir el mástil de una bandera, por lo que yo sé, ya no hay regiones ni intereses que defender, porque ya no hay nada que ganar, ni que perder – Escupió a un lado.
            - ¿A qué te refieres?
            - A la pulcra hijo, a la pulcra, todos moriremos en unos días, semanas o meses. ¡Todos! - lanzó el palo con el que estaba jugando tan lejos como pudo
            - No puede ser – susurró Iván. – Es imposible... ¿todos estáis infectados con esa... con la pulcra? es imposible.
            - ¡No es imposible, lo imposible es que haya alguien que no esté manchado! ¡¿Cómo crees que reaccionará la gente del campamento cuando sepa que habrá uno que sobrevivirá a todos ellos, cuando sepan que hay uno que si que tiene algo que perder?! – Suspiró y sin quitar sus ojos de los de su compañero de hoguera dijo: - Iván, llevamos casi un año sabiendo que será el último, el mismo año que llevamos enterrando a nuestros familiares y amigos, a todos aquellos que sobrevivieron a una guerra para luego morir a causa de algo que aún no sabemos que es, y según las pocas noticias que nos llegan del exterior, está ocurriendo lo mismo en todos aquellos reductos de supervivientes. Incluso algunos dicen que está ocurriendo lo mismo en todo el mundo. Hijo, nos hemos rendido, hemos aceptado la muerte y ahora... tememos a la vida. – Tenía los ojos clavados en él – Eso es precisamente lo que tú representarías en el campamento si todos supieran la verdad, representarías la vida. Y ya sabes lo que hace la gente con aquello que teme.
- Pero... – estaba desconcertado, había escuchado aquello como quien abre y lee un libro de historia por primera vez
- Sé por lo que has pasado, sé que esto puede parecerte raro, pero tienes que confiar en mí. Vamos, no encontrarás a nadie en este mundo con un trago de ron en el bolsillo y dispuesto a echarte una mano. Si encontramos una solución, tal vez, hasta te deje saborear unas gotas.
   Recogieron sus cosas y apagaron el fuego, cuando estaban a punto de montar en la moto, Iván dijo:
            - Ron, dijiste que en el campamento la gente sería peligrosa si se enterase de que no estoy manchado, dime, ¿por qué tú querrías ayudarme?
            - Porque parece ser que soy el único consciente de que aún está vivo, y de que si algo nos ha enseñado todo esta mierda, es que la vida es la única herramienta que tenemos para cambiar este podrido mundo. Además, sacaré algo de todo esto, me lo dice el bigote. – Meneó el bigote y arrancó la moto. Ambos se pusieron rumbo al campamento.

   Desde la parte de atrás de la moto de Ron, de noche y preocupado de no caerse en uno de los baches que sorteaban o pasaban por encima, poco podía ver Iván. Aún así creyó saber que se adentraban en la ciudad. Se preguntaba dónde estaba el campamento si no había logrado verlo desde lo alto de la colina.
   Pararon cerca de varios montones de escombro, siguieron a pie, pasaron por el umbral donde antes debería haber habido una puerta y entraron en lo que antes sería un gran salón, ahora sin techo. En el centro había unas anchas escaleras que descendían bajo tierra.
   Iván sintió aquel descenso como una vuelta a lo que fue su hogar durante los últimos años, aunque este pasadizo era mucho más ancho, también se le antojaba más frío. Ron le contó que antes aquello era un parking y que durante el bombardeo, aquella zona subterránea había conectado con parte del metro de la ciudad. Allí fue donde se refugiaron los primeros supervivientes y después de que pasara todo, la mayoría acudieron al calor de aquel lugar.
   Ron llevaba razón cuando dijo que apenas habría vigilancia, si a dos hombres durmiendo cerca de la entrada se les podría llamar de tal forma. Dentro del campamento la gente se agrupaba en torno a un pequeño bidón o un montón de piedras donde quedaban aún los restos del último fuego, la mayoría dormían, aunque el ambiente estaba cargado del susurro de los pocos que aún despiertos, rezaban o conversaban entre ellos. Sus rostros estaban demacrados, al abrigo de ropas llenas de parches y arrugas, algunos, exhibiendo una extrema delgadez y palidez.
   Era a pocos a los que Ron saludaba mientras se adentraban en aquel lugar, y si lo hacía, se limitaba a hacer un gesto con la cabeza, rara era la vez en que alguien levantaba la vista del suelo o decía hola. “Hasta las palabras se ha llevado la guerra”, pensó Iván.
   El techo del campamento estaba agujereado, parecía un colador, dejando que se filtrase hasta allí la poca luz de la noche.
   Siguieron su camino hasta llegar a un pequeño rincón custodiado por dos chapas y una columna de piedra que aún se mantenía en pie. Dentro Ron tenía sus cosas: un par de mantas gruesas, unas gafas, una pequeña montaña de libros, una guitarra, unas botellas de agua y otra de combustible, se veía a simple vista. Cogió su mochila, la cargó con algunos libros, una botella de agua y una manta. Luego cogió la guitarra y le dijo a Iván que le siguiera. La persona con la que iban a hablar estaba en una de las bocas de metro con las que conectaba el parking.
   Por el camino, Ron fue preparando a Iván. En unas tres frases, repitió la palabra loco seis veces para describir a la persona que iban a visitar. Luego fue comentándole algunas anécdotas: - Dicen que durante lo guerra lo encontraron en medio de la calle pintando un cuadro. En otra ocasión, logró convencer a unos cuantos ingenuos de que silbando una melodía en concreto, desaparecería la pulcra. Lo peor no fue que los tuviera silbando durante tres días, sino que tenían que hacerlo mientras bailaban una estúpida danza que él mismo se inventó. Cuando se dieron cuenta de que les estaba tomando el pelo, casi lo matan. Desde entonces ese loco vive alejado del resto.
   Justo antes de entrar en la boca de metro, uno de los hombres, apoyado en la roca, levantó la vista y les sorprendió diciendo:
            - Charlatán, embustero y escurridizo Ron, ¿dónde crees que vas con esa maravilla? – Le dijo señalándole la guitarra que llevaba encima. – Se te olvidan rápidamente las apuestas cuando eres tú el que pierde ¿verdad? – Mientras hablaba, se acercaba a ellos. Su voz parecía salir de una caverna y era tan grande como un armario.
            - ¿¡Encontraste combustible?! ¿Dónde?
            - Me dijiste que no habría combustible en todos los alrededores y aquí lo tienes - Le tendió una garrafa medio llena – Aunque no me preguntes donde lo encontré, eso no formaba parte del trato, embustero. Llevo buscándote todo el día, parece que sabías que lo encontraría
            - No, sólo es que... – Miró a Iván – Iba a enseñarle unos acordes al hijo del constructor.
            - La guitarra es mía, y lo sabes, ¿o acaso eres un embustero sin honor?
            - Aunque la mayoría de los embusteros vendemos nuestro honor caro, el mío aún está en venta, y en mi poder. Te daré la guitarra cuando acabe con él. Hasta entonces, adiós, Sumo – Hizo un aspaviento quitándole importancia a todo lo que había pasado y se dispuso a irse.
            - ¡Ron!, procura que sea antes del amanecer o te buscaré yo y... estos dos – Alzó los puños apretados.
           
   Cuando ya se habían alejado un poco, Ron le contó al, aún acongojado, Iván, que no tenía por qué preocuparse, ese era Sumo, el hombre más grande y estúpido del campamento, pero inofensivo. Lo raro, era donde habría encontrado combustible, se preguntaba. Luego le contó que le había hablado del Constructor porque era un obrero que vivía al otro lado del campamento, del que Sumo había oído hablar de boca de Ron, pero nunca había llegado a conocer. Menos aún a su nuevo hijo Iván, dijo dándoles unos golpecitos en la espalda.
   Estuvieron andando un rato más, esquivando cascos rotos y serpenteando una boca de metro que giraba a uno y otro lado.
- Ya hemos llegado – Avisó cuando vieron un montón de adoquines apilados a un lado de las vías.
   Allí tras una montaña de adoquines parecía que estaban los restos de uno de esos bazares donde los artilugios estaban tan apilados que era difícil avanzar sin tirar nada al suelo. Había de todo: alfombras, ropas, figuras de porcelana, jarrones, algunos rotos, candelabros, libros, muchos libros... Al fondo, en un agujero excavado en la pared del túnel del metro, había un escritorio bastante cojo de su lado izquierdo, con un montón de pequeños mecanismos esparcidos a ese lado del suelo, y otros tantos sobre él. Había tuercas, tornillos, engranajes, arandelas, hilo de cobre, esferas de cristal e incluso un carrete de pesca. Por último, en el suelo, sentado alrededor de un mar de hojas y libros abiertos, lleno de hollín y polvo, con el pelo blanco y desaliñado, enmarcado en una sonrisa infantil y con un par de engranajes con cristales, por lentes, estaba el tío Rodri.

jueves, 27 de diciembre de 2012

PIANO

   Tocaba el piano con la elegancia y la pasión de un suspiro de amor. Hacía danzar agudos y graves en una corriente, ora turbulenta y acelerada, ora calmada y pacífica. Sus dedos jugueteaban en el piano, como crecen los árboles, sin darnos cuenta, suave y férreamente. En esos momentos en los que se sentaba frente a los dicotómicos colores de su piano de cola, ella era por y para sus notas, siempre... siempre excepto cuando él entraba en sus pensamientos, enredándolo todo, mezclando deseos, sueños, expectativas y demás ilusiones.
   Lo había conocido hace mucho o demasiado tiempo, en una discoteca. Ella saltaba al ritmo de la más aborrecida música de aquellos lugares, embriagada por el alcohol y animado por sus amigas. Hasta que uno de sus tacones cedió a la diversión y se rompió. Salió de la sala de baile a duras penas. Se descalzó y salió a la puerta, pretendía llamar a una de sus amigas para que la llevara a casa. Las cinco de la mañana, logró ver en la pantalla del móvil antes de que se apagara, y encima, unos chicos la miraban como quien mira la cena. Recelosa, se alejó andando de la entrada simulando estar hablando por teléfono. Fue allí, a pocos metros del lugar cuando se encontró con un muchacho, absorto, mirando un teléfono, llevaba una gran mochila colgada a la espalda y un gesto infantil tatuado en la cara.
   - Perdona, ¿me dejas hacer una llamada? – Le preguntó casi sin querer.
   - Claro – Le tendió el móvil.
   A ella le sorprendió tanta amabilidad, aún así lo cogió y llamó al número de su amiga. Mientras sonaba el teléfono al otro lado, dibujó en sus ojos a su recién conocido: Era alto, tenía el pelo castaño y desaliñado, gesto despreocupado, y como ya observara a simple vista, aspecto infantil. Vestía como se peinaba, descuidadamente. Lo que más llamaba la atención era la enorme mochila que llevaba encima. “Es como el típico mochilero guiri, pero...de aquí” pensó, y viendo que no contestaban al otro lado del teléfono, dijo:
   - Eres como el típico mochilero guiri, pero... de aquí.- Le devolvió el móvil y le dio las gracias.
   - Soy un mochilero, nada típico y de aquí, si con aquí te refieres a lo que pisan tus pies descalzos
   - Ya... fue un accidente. ¿Qué haces por aquí a estas horas, es que los mochileros no dormís?
   - Sólo si hay buenos sueños al otro lado, y yo... también he tenido un accidente, me quedé sin hostal esta noche, un error de cálculo...
   Así estuvieron hablando de todo, pero sin apenas decirse nada. Sin querer estaban paseando por una avenida cercana, sin querer llegó el alba, sin querer creyeron conocerse sin hacerlo, y queriendo... queriendo más que nada en aquella noche, se la pasaron abrazados en la cama de ella. Ella que se llamaba Nuria, y él que se llamaba promesa, o eso se le antojaron a los dedos de Nuria al pasearse por el piano; “Promesa”, así llamó a la canción que compuso en su nombre, a la canción que él nunca escuchó.
   Sabía que se iría, como quien sabe que se irá el verano y aprovecha cada segundo que le regala el Sol. Durante aquella noche él no hizo más que contarle historias de mil caminos, de piedras con posturas imposibles abandonadas en lo alto de alguna montaña, del arrullo de decenas de ríos, de sombras de miles de pinos, del rubor de las cascadas en la lejanía, de vientos que corrían deprisa, de brisas que acariciaban despacio, de aromas que embriagaban y cedían ante el verano. Le habló de aventuras, le dijo que la quería, le recitó una poesía valiente y descarada, directa a la piel. La convenció de que prefería su compañía a la del camino. Pero se fue... eso sí, prometiendo volver.
   Pasaron los años, pero no olvidó el tacto de sus latidos, sus dedos lo recordaban bien, para ella él era la música más desatada, para ella él era cuando su piano temblaba... cuando ella le contaba a las notas las historias de los caminos que dejaron sus labios en su piel 

lunes, 17 de diciembre de 2012

DE PRINCIPIOS VIVE EL SOL. DE FINALES, LA LUNA

Foto original de KeiranFoster

Nadie recordaba haberlo visto cabreado.

   Escribía, siempre estaba escribiendo, incluso cuando dormía o se quedaba sin ideas y su vista se escondía, escribía.  
   Solía desayunar en un bar a más de tres paradas de metro de donde quiera que estés ahora, se llamaba: “Aquí te espero”. Media tostada con mantequilla, un zumo y dos azucarillos, uno para el zumo y el otro para la tostada. Se sentaba al fondo, en una mesa que llevaba cojeando los últimos tres años. En una mirada escribió algo parecido a esta poesía:

De finales vive la Luna
De principios el Sol

Y yo, que  sólo intento cambiar el mundo
sin que parezca que fui yo
... sin que parezca distinto.

Y ahora que, cada noche que dormimos solos
se burla de cada noche en la que te dije que nunca te soltaría
... y te solté

Cada vez que intento recordar tu perfume
y se queda en el intento
se ríe de cada vez que te dije que te llevaría por dentro
... y lo olvidé

Esas noches en las que te escribo con palabras y no con susurros
Esta venda que es de tela y no está hecha con tus manos
Estos dos pómulos que se han cansado de vivir naufragados
en mares de lágrimas saladas
y ese puto olor a cicatrices quemadas
que ni cura, ni olvida, ni espanta.

Ese puente que construimos entre tu mirada y la mía,
que no ha habido tormenta ni brisa, desde entonces, que no lo haya destruido.

Nuestros cuerpos que antes se mezclaban y que ahora se avergüenzan
Nuestras miradas que antes se encontraban y ahora huyen...
se burlan de aquella, nuestra aventura,
... que hace más de un día que pasó a la historia.

   Fue en uno de esos finales de los que vive la Luna en los que matamos a las hadas. Pinchamos sus alas en el papel y creímos, a base de repetirlo,  que nunca llegaron a utilizarlas.

   La mesa cojeó, él parpadeó y luego posó el marrón de sus ojos en sus manos. Siempre tan frías, siempre pensando en cada una de las veces que le redujiste a tener que imaginarte y en cada vez que llovías en sus adentros anunciando el principio de un noviembre. Luego hizo un aspaviento con su mano que si hubiese hablado habría dicho:

Últimamente sólo te recuerdo de espaldas, simbolizando tu retirada o mostrándome mi debilidad. Sea como sea, últimamente, sólo te recuerdo.
Las sonrisas sonaban sordas, los paraguas, que nos refugiaban de verdades, la lluvia, que nos mojaba a partes iguales y tú... siempre tan traviesa, tan empeñada en destrozarte el labio a base de provocaciones, tan alejada de todo “te quiero” por miedo a verte en un aprieto. Tan amargamente tuya.

   Y por último un suspiro que gritó:

   Amapola entre trigales verdes, tú que naces roja y brillante, provocando a tus iguales. Tú que  vives volcada en el afán de realzar colores, tú que no tienes más meta que la primavera, tú, que tu corazón es negro como una experta en el amor. Tan distante, tan profunda, tan elegante y cuando nadie lo ve, tan puta.
   Tú que eres bella.
   Porque bella flor es la que pronto muere, dime, porque ella se empeñó en ser mi flor y tan pronto como me despisté se alejó con ese deje suyo de ausencia, con esa capacidad, tan innegable suya, de matarme a distancia. 

domingo, 16 de diciembre de 2012

HAY UN CAMINO


Respira hondo.
No, aún más hondo, porque donde vamos no hay aire que poder respirar.

Desabróchate el cinturón de seguridad, porque por el camino por el que vamos a ir, no hay cinto que nos sujete, y recuerda, déjate la documentación en casa, allá donde vamos nadie te pedirá nada que no sea tu aliento o tu calma.

Ahora, eso sí, debes de tener en cuenta que allí las sonrisas están prohibidas, que los abrazos están penados con multa, los besos con cárcel... así que vete preparando para morir fusilada, porque donde vamos yo seré el primero en robarte la cama.

¿La calma?

No, la cama.

Yo me iré poniendo el cascabel, que un juguete que no hace ruiditos es como un otoño sin recuerdos. Después voy a contar hasta tres, luego leeré la última frase de cada libro que te falte por leer y entonces, sólo entonces, se iluminará una estrella en mi cielo...

¿En tu cielo?, y eso, ¿por dónde se supone que queda?

No sé, seguramente esté perdido entre tu pelo, pero qué más da, si vamos a tener noche para buscarlo. Verás como lo encontramos, lo prometo por cada bostezo que den tus años cuando les prometa regalarles mi vida.
Deja que continúe: La estrella nos dirá por donde ir, que sitios debemos pisar y cuales no.

¿Y los sueños?

A los sueños hay que vestirlos antes de meterlos en la maleta que sino pasan frío, se ponen a temblar y luego confundimos el frío con miedo y no hay quien los entienda.

Una cosa más, ¿Qué hay que hacer para encontrarte a ti?

Muy fácil, solo tienes que coger el primer vuelo que salga a cualquier parte, llegar allí, perder media docena de autobuses, salir a la calle, tropezarte tantas veces como veces hayas confiado en alguien. Cansarte, pero seguir andando. Amar a cada uno que se cruce por tu acera, hacerlo sin reparo y amar como lo hacen las costuras rotas: con la certeza de que acabarán aún más abiertas y descosidas, pero sin miedo. Luego créete estar a la altura de la palabra, escribe, baila sobre el papel y sobre el mundo, y estate atenta al suelo y al cielo a la vez, nadie sabe dónde encontrar una aventura con la que abrocharse la vida y llenarse los bolsillos. Haz todo eso y hazlo con la rapidez con la que el mundo gira y en armonía con el viento que sólo expira. Ráscate la testarudez de encima, los celos y las mentiras, que siempre pican más de la cuenta; y a pesar de que lo veas todo en blanco y negro, cuéntale al que te pregunte lo bonitos que son los colores. Escribe poesía acerca de ellos y publícalo en internet... repítelo muchas veces y seguro que te creen. Si la mayoría lo hacen y sólo algunos saben que no los ves, entonces... allí estaré, entre esos pocos. No sé si me encontrarás, pero al menos eso fue lo que yo hice para llegar a estar, hoy, donde quiera que esté.

jueves, 13 de diciembre de 2012

PENTAGRAMA DE UN NAUFRAGIO

Se nos partió el barco que nos llevaba al mañana y las astillas se clavaron en mi corazón. Por eso ya nadie lo abraza, no querrían pincharse con mañanas que no pasan.

Sin ti,
sólo quedan los escombros de muros que juntos derribamos
y acordes impacientes de ser encontrados.

¡Me prometiste que ya no habría más papel que tu piel!
y mírame...
Reproches a un lado,
te echo de menos,
tus silencios me han silenciado
y ya no queda más viento que el sigilo de tus miradas.
Pero, aún así, te echo de menos.

¿Sabes?, até tus secretos a una nota de jazz, para que cuando caiga la noche y se alce la música, crea que estás volviendo a susurrármelos... como lo hacías antes: entre combates forjados en mil camas.
¿Recuerdas eso de...?
El tiempo será, con nosotros, sólo un compañero del viaje, que cuando nos besemos alivie sus pasos, y cuando nos dejemos de mirar, vaya más despacio.
Y el viento, ¿qué era eso que decías del viento?, ¡Ah, sí!, recuerdo que lo utilizabas como corcho donde colgar “para siempre” que el propio viento se llevó...

Sin ti,
sólo quedan altares al recuerdo, y una esquela donde antes reposaba tu pelo.
El muerto: El romanticismo.
Los cuerdos ríen cuando alguien les dice algo bonito y le miran esperando la coletilla, la última frase ingeniosa, o más que ingeniosa, frívola. La esperan porque de eso se alimenta la cobardía. La ignorancia furtiva se lo cargó, y en el sumario alguien escribió: Murió por probar a recitar un poema en un mundo que ya no rimaba con casi nada.
Debajo del nombre del muerto. Sus seres queridos:
Romanticismo, las lágrimas de todos nosotros no te olvidan, te llevaremos siempre en el corazón, tú nos hiciste saladas. ¡Hagamos de tu muerte un mar en todas las miradas!

Sin ti.
Tirare mis caricias por la ventana,
prenderé fuego a todas las velas,
ahorcaré a todos mis poemas,
le arrancaré la piel a todas mis sonrisas y las utilizaré como telón,
desayunaré mis penas
y me armaré de silencios y vistas al suelo.
Sin ti.
Sin ti solo queda un nosotros huérfano de tus formas
Sólo quedo yo,
desheredado de tus lunares,
náufrago de tus colores,
aquí contando los días desde que te fuiste...
con tu sombra a mi lado
midiendo cicatrices
y con el pentagrama mutilado. 
...

viernes, 7 de diciembre de 2012

PERROS DE TIZA. CAPÍTULO 7




   Amaneció. Esta vez, los primeros rayos anaranjados del Sol no despertaron a Iván, pues el Sol tuvo que remontar el muro para empezar a acariciar a aquel niño acurrucado.
   Cuando se despertó y vio donde estaba el Sol, se levantó todo lo rápido que un niño sin cena ni desayuno puede levantarse sin marearse, y buscó a su alrededor una forma de saltar el muro. Anoche no pensó en que haría para volver a trepar desde ese lado, pero por fortuna encontró un palé destartalado cerca. Lo arrastró y lo apoyó sobre el muro, luego trepó por él y desde ahí pudo cogerse al borde. Se dejó la piel de las rodillas y todas las fuerzas que tenía en trepar hasta arriba. Desde allí se detuvo un segundo, volvió la vista al lugar donde había dormido y luego la paseó por todo aquel solar vacío, cubierto de maleza y escombros. En la lejanía había una fábrica abandonada que daba miedo incluso de día. La oscuridad de la noche le había impedido verla hasta entonces.
   Meneó la cabeza intentando quitarse aquella visión y volvió a centrarse en lo que estaba haciendo: llegar tarde.

   Corrió a casa. No sabía con certeza que se encontraría, sólo sabía que el nudo que llevaba en el estómago, a medida que se acercaba, tendría su razón de ser en cuanto subiese las escaleras hasta el tercer piso.

   La puerta estaba entreabierta, el pomo de la misma colgaba por fuera. Iván dejó de correr para andar a cámara lenta, tenía la respiración agitada y aunque, de forma instintiva, intentaba hacer el mínimo ruido posible.
   Entró. Los cuadros del pasillo estaban movidos y olía intensamente a alcohol. Se podía escuchar el ruido del televisor del salón. Caminó un poco más, a su derecha, en la cocina, pudo ver a su madre, estaba de espaldas a él, de pie, con las manos apoyadas en la encimera y cabizbaja. Parecía estar sollozando. Iba a entrar y abrazarla cuando escuchó el ruido de unas carcajadas que venían del salón, y acto seguido un grito llamó a su madre. Era él, su padre, esta vez no se había marchado, seguía allí, él y su deleznable olor a fracaso y alcohol.

   Iván tenía helada la sangre y ni aunque hubiese tenido al mismísimo Sol guardado en los bolsillos podrían habérsela calentado.

   Su madre, aún de espaldas, se limpió con las mangas lo que seguramente fuesen lágrimas, abrió el frigorífico y cogió una lata de cerveza, luego se dio la vuelta y vio a su hijo allí parado. No dijo nada, no hizo nada durante unos segundos. No había hecho nada para evitar aquella mirada que se cruzaron, como quien se mira antes de saltar a un abismo sabiendo que saltar les hará daño a ambos y, aún así, no ven otro camino.
   El gruñido de su padre le hizo salir de su ensimismamiento. Ella se acercó a Iván sin hacer el más mínimo ruido, se echó la mano al bolsillo, sacó un monedero, se puso de cuclillas y se lo guardó en el bolsillo a su hijo. Luego le abrazó, con uno de esos abrazos de ojos cerrados, impidió que dijera nada poniéndole una mano en la boca, aunque hubiese sido imposible que impidiera que derramara las lágrimas que ahora derramaba. Le susurró al oído: “No te quedes aquí, ve a casa de la tía y espera a que te llame”. Luego le instó a que se marchara, casi le llevó ella misma a empujones hasta la puerta.
   Salió de allí, o despertó de una pesadilla, no lo sabía muy bien. No miró atrás, las lágrimas de su madre sustituirían cualquier sonrisa en su memoria hasta mucho después. Pero eso aún no lo sabía. Bajaba las escaleras, con las manos en los bolsillos, en una aferraba el monedero que le había dado su madre y en otro la ti... ¿y la tiza verde del Arremangado?

***


   Iván había aprendido a ceder, a esperar, a ser paciente con lo que fuera que le doliera, siempre había tenido la fortaleza para hacerlo. Confiaba en que las aguas volvieran a su cauce y que su madre se diera cuenta de una vez de que cuando su padre estaba en casa, sólo él vivía, el resto, sobrevivían.

   Aquel día tenía muy claro lo que hacer, era la una de la tarde. El colegio tendría que esperar unos días. Tenía que ir hasta el centro, donde vivía su tía, cerca de su segundo destino: el Arremangado. El primer lugar donde se detendría estaba justo delante de sus narices, era una pastelería.
   Mientras caminaba hacia el centro, con un trozo de pastel en la mano, otro dentro de la boca y otro tanto por fuera, intentaba recordar donde perdió la tiza del Arremangado. Rememoró sus pasos, estaba tan concentrado haciéndolo que le costó equivocarse en tres bocacalles. Tan distraído estaba que tardó más de lo esperado en llegar a la catedral. Aunque valió la pena, tenía una excusa que ocuparía su media tarde antes de llegar a casa de su... como decirlo... no muy agradable tía.
  
- Toma, es para ti – Le ofreció el último pedazo de pastel al viejo Arremangado.
- No, gracias, estoy a régimen, ese pastel podría convertirme en un tonel – Dijo imitando una forma de hablar tan pedante como irónica, mientras agarraba el pastel y lo devoraba, o se lo zampaba. Fuese lo que fuese, no diría nunca, que simplemente se lo comió.

   Ese día, el Arremangado estaba generoso, compartía sus palabras con Iván. Era agradable hablar con alguien que nunca preguntaba por ti, ni se metía en tus asuntos. No conversaba con ninguna intención, y si lo fuera, sería la de adornar, dar vida o matar el tiempo, pero nada más. Decía algo si tú le preguntabas o interrumpías primero, e hicieras lo que hicieras, nunca te miraba raro.
   El resto de la escena permanecía más o menos igual que la noche anterior. El viejo estaba en el mismo sitio. Su armónica, perdida en su gruesa barba, seguía sonando. Tenía las tres pizarras como asiento y la gente seguía saludándole y echándole la calderilla cuyo sonido le daba la vida.
  
   Iván llevaba allí un buen rato, había paseado por las calles del centro, había entrado en la catedral y había escuchado la misa de las seis de la tarde. No tenía otra cosa mejor que hacer y entre unas cosas y otras, siempre se sentaba un rato a escuchar, lo que parecía, la armónica más tocada del mundo.
   Hasta que se le ocurrió una idea: Retar al Arremangado. Estaba aburrido, eso le daría vidilla a la tarde antes de ir a buscar su tiza y a casa de su tía.

            - Te reto – Dijo todo lo altaneramente posible.
   El Arremangado hizo un gesto, como queriendo decir que le explicara el reto, y sin dejar de tocar, escuchó:
            - Mira, cada uno escribe una frase en una de las pizarras, y ponemos un recipiente delante de cada una, quien recaude más, gana. Fácil, ¿no?
            - ¿Y que gana? – preguntó y luego siguió tocando.
            - El nombre del otro – Iván tenía curiosidad por el nombre del Arremangado, y no tenía otra forma más sutil de preguntarle a alguien que nunca hacía preguntas impertinentes.
            - Hecho, aunque con dos condiciones – Se levantó e iba cogiendo dos pizarras – La primera: el dinero que te ganes con tus palabras, lo dedicarás a las palabras. – Le dio a Iván una de las losas  y una tiza  roja – Segunda: El nombre es algo muy importante, y poderoso me atrevería a decir, así que, quien pierda, tendrá el derecho a elegir cuando decir su nombre.
   Iván aceptó asintiendo. Luego ambos se dieron la espalda al otro y escribieron una frase. Cada uno en su losa y con recelo, como si fueran dos niños pequeños que no quisieran que se copiasen de ellos. Cuando acabaron, la pusieron una a la derecha y otra a la izquierda del viejo. Iván se puso entre el mendigo y su losa y pidió:

            - No la mires hasta que no acabemos la apuesta. Será una sorpresa – Dijo con una sonrisa pícara que luego, imitando a uno de los sacerdotes que viera salir de uno de los confesionarios un rato antes, se convirtió en una sonrisa monacal. – Por cierto, damos de tiempo una hora. – El Arremangado asintió con un ademán. La apuesta daba comienzo.

   Como prometió, el anciano no miró a la losa de Iván, él seguía concentrado en hacer sonar su armónica, y aunque lo había intentando evitar, se fijaba en cada una de las monedas que caían a un lado y a otro. Sus notas daban fe de ello, cada vez que alguien echaba dinero a su derecha, donde estaba su frase, él esbozaba una sonrisa, y cada vez que la echaban a su izquierda y escuchaba una risita por parte del viandante generoso, el Arremangado carraspeaba.
   Pasó la hora antes de lo que esperaban. Ambos, y cualquiera que hubiese visto al pequeño Iván dando saltitos, sabría quien había ganado. Lo que aún desconcertaba al anciano era lo que había escrito aquel niño.
   En la losa del Arremangado ponía:

Que se enteren la razón y la fe, mis dos vecinos, que me mudo a estos puntos suspensivos...

   En la losa de Iván, con más de siete euros recaudados, y con una ventaja de casi los siete, ponía:

“Pido para unas mangas”

   El arremangado se echó a reír tanto que la gente que pasaba por allí se le quedaba mirando. Luego dijo:
  
            - Muy bien hijo, has ganado, tomaré nota de esa frase para cuando quiere repetir una merienda como la de hoy.
   Después de unas bromas sobre clases para ser un buen mendigo, nuevos retos, apuestas que implicaban incluso el ver quien tocaba mejor la armónica y alguna que otra fardada más de Iván, llegó el momento de que éste se marchara. Fue a devolver la tiza que le había prestado, cuando el Arremangado, como ya hiciera la noche anterior, le dijo que se la quedara. Luego, antes de que se fuera, le recordó la condición que hacía que Iván debiese gastar sus poco más de siete euros por y para las palabras. El pequeño no le recordó el que le debía un nombre, tenía la certeza de que el Arremangado era un anciano de palabra. Sabía que tarde o temprano se lo diría.
   Se marchó de allí, y al despedirse le dijo:
            - Ya sabes... lección número uno: Con humor comes pastel, con enrevesadas frases, te comes un pastel, que no es lo mismo.
            - Anda, tira y vete – Dijo el viejo de forma amistosa.

   Aquella tarde le había hecho alejarse un poco más de la realidad de la que le había salvado la protección de su madre. Pero ahora estaba solo, y como no podía ser de otra forma, caminaba cabizbajo, como sí los pesares y miedos por su madre le hicieran hundir la cabeza.

   Llegó al muro media hora más tarde. Estaba anocheciendo y no quería tardar mucho en irse a casa de su tía. Además, tenía la esperanza de que cuando llegase, su tía ya hubiese recibido la llamada de su madre avisándole de que su padre se había marchado, esta vez... para siempre.
   Cuando llegó a la papelera, gracias a la cual, trepó la noche anterior por el muro, empezó a buscar por el suelo, pero no encontró nada. En una de las veces que levantó la mirada, vio en la tez grisácea de la tapia una línea verde y ondulada. Iván dijo para sí: “Así que hay estabas”.
   Quién habría cogido su tiza y la habría gastado en aquel gris, quién vivía por allí... si por allí no había casa alguna, sólo estaba esa fábrica que daba miedo, y más ahora, que casi era de noche.
    La imaginación de Iván tenía dudosos límites, y si los tenía, aún no los había visto. Así que pensó en la explicación más fantástica, original o brillante, dependiendo de quien la escuche sería de una forma u otra. Pensó que la tiza, con afán de escapar de aquel lugar que tan hostil parecía, y sabiendo que las tizas sólo corren cuando se deslizan sobre una superficie, decidió salir corriendo y por eso dejó ese rastro. Eran como las pisadas en la nieve o en la playa. Solo que más triste, allí no había ni bolas de nieve con las que poder jugar, ni olas en las que poderse bañar. Así que decidió animar la escena y mientras se recreaba mentalmente en su historia, recorrió, con su nueva tiza roja, la línea verde de principio a fin.

   Cuando terminó se fue corriendo, como una tiza, dejando sus pisadas en el inmodificable asfalto. Tenía la sensación de ir a casa de un ogro o de un diablo al que solía llamar tía. A medida que se acercaba recordaba más y mejor el porqué prefería dormir en la calle. Pero la esperanza de que su madre hubiese llamado ya, le daba alas a sus pasos, le daba vida a la calle y color a la oscuridad de aquella noche. 



martes, 4 de diciembre de 2012

DENTRO DE UNA CHISTERA. Capítulo IV




   Tardó un buen rato en despejar el pasillo, llegar a aquel amago de almacén de zapatería, trepar por las escaleras y apartar los kilos y kilos de escombro que taponaban la salida. Cuando consiguió salir, su vista se fue rápidamente al suelo, la luz del Sol que llevaba años sin ver, le cegó.
   Se ajustó bien la mochila que al parecer estaba cargada, palpó su bolsillo derecho para encontrar el metal de su armónica, y una vez pudo levantar la vista del suelo, comenzó a andar.
   El paisaje era desolador. La casa del tío Rodri se había quedado sin techos y casi sin paredes en pie. Desde allí y en dirección a la ciudad, antes había una barriada de casas salteadas, ahora,  sólo quedaban pequeños montículos de piedras amontonadas aquí y allí. Hacía más frío del que Iván esperaba, según sus cálculos, era otoño, y el otoño en aquel rinconcito del mundo, no solía ser tan frío, así que se detuvo un momento y se abrigó con un gorro y unos guantes que guardaba en la mochila.
   Llevaba caminando algo más de una hora y pronto llegaría a la ciudad. Había algo que le inquietaba en aquella escena, aunque aún no sabía el que.
   Al principio se había alejado de la carretera, por miedo a encontrarse con alguna milicia o sabe dios que personas y bajo que intenciones. Pero terminó por desistir, allí parecía que nadie hubiera pasado desde hacía siglos, así que continúo por el asfalto.
   En la ciudad no cabía más esperanza que en el resto de lugares por los que había pasado. Estaba en un sitio elevado y desde allí vio como su ciudad natal había quedado reducida al pasto de la guerra, y lo había hecho hacía ya tiempo, pues no se alzaba ni tan solo una columna de humo que diese a entender que hace poco hubo algún derrumbamiento o incendio. Nada, allí no quedaba nada que se alzara a más de tres metros del suelo. Iván no sabía que podría haber causado aquel desastre, no había visto un paisaje tan devastado en su vida, ni tan siquiera en aquellos documentales de la segunda guerra mundial donde todo se veía tan imposible en el siglo XXI.
   Se quedó allí hasta al atardecer, intentando recordar donde estaba la escuela, o que montón de piedras en la lejanía fue un día su hogar; el solar que un día fue el parque donde jugaba con sus amigos o cualquier cosa que le resultara familiar.

   Hacía cada vez más frío y se había levantado algo de viento. Eso le alivió, hasta entonces había estado sumido en un absoluto silencio, y aquel viento haría hablar a los árboles y las hojas. Después de dos años bajo tierra, con la única compañía de un mundo girando, aquel sonido le resultaba agradable.

   No se había terminado de acostumbrar a aquella vista cuando creyó escuchar algo en la lejanía, una especie de rugido de motor que cada vez se escuchaba más cerca. Iván se levantó y se acercó a la carretera, se escondió tras el tronco de un árbol y esperó a ver que sería aquello. Al parecer salía de la ciudad y se adentraba en el bosque. Cuando pudo ver en la lejanía que era sólo un hombre en una de esas antiguas motos y sin uniforme militar, Iván se echó a la carretera e hizo señales con las manos. El hombre se frenó al verlo y cuando estaba más cerca paró el motor y se bajó de la moto.
   Era un hombre de unos cuarenta años, delgado, con un ancho bigote y el pelo canoso. No parecía estar sorprendido de ver a alguien como Iván allí mismo, lo saludó y le preguntó que si necesitaba algo, no sin antes echar un exhaustivo vistazo  a los alrededores.
            - No gracias, estoy bien. Tengo algo de comida y abrigo, pero, dígame, ¿de dónde viene? – Preguntó Iván
            - Del campamento, he salido a que me diera el aire, ¿tú también has salido a despejarte?
            - Si... claro – No quería tener que dar explicaciones.
            - Bueno, ya que he encontrado a un compañero, ¿por qué no me ayudas a encender un fuego? – Dejó la moto a un lado del camino y se dirigieron al bosque. – Dime, ¿cómo llevas lo de la pulcra? por ahí dicen que los primeros ya están cayendo.
   Iván no sabía a que se refería, así que se mantuvo en silencio y siguió recogiendo ramas secas.
            - Ya... entiendo, a algunos no les gusta hablar de ello, entre supersticiosos y cobardes anda la cosa, ¿tú de cuales eres, hijo? – Esbozó una sonrisa que hizo que se le alzara el bigote.
            - Ni tan siquiera me ha dicho su nombre
            - Por ahí en el campamento me llaman Ron. Porque soy el único que aún conserva un trago.- Enseñó con henchido orgullo una petaca. – La guardo para el día antes de que la pulcra me dé su último golpe. – Se echó a reír.

   Después de aquello siguieron hablando, e Iván sólo sacó en claro que había un campamento no muy lejos de allí, bajo tierra, que la bebida estaba cotizada por las nubes y que la pulcra era peor que un dolor de muelas.
   Encendieron un fuego y decidieron pasar la noche allí. Según Ron, aquel sitio era totalmente seguro. Cuando ya cayó la noche y ambos tenían la vista y el frio perdidos entre las llamas de la hoguera, Iván intentó indagar un poco más:
            - Oye Ron, y tú, ¿cómo llevas lo de la pulcra? – Dijo como si supiera de lo que hablaba.
            - Ya que más da, lo lleve como lo lleve acabará conmigo, según mis cálculos, unos días antes de mi cumpleaños. – Se remangó el brazo izquierdo y se miró una mancha a la altura del codo que se extendía hacia el hombro y la muñeca – Según dicen, tiene que llegar hasta aquí – E hizo un gesto con la otra mano señalando la mitad de su palma. – Entonces comienzan las náuseas, lo vómitos y luego... ¡caput! – Dijo con gesto triste.
            - Vaya...
            - ¿Sabes?, yo siempre pensé que si algún día supiese cuando iba a morir, cogería a mi mujer y no saldría del dormitorio hasta que la palmara, tú ya me entiendes – Dibujó una sorna sonrisa. – Pero se la llevaron en uno de los últimos bombardeos y ahora lo más triste es que sé que voy a morir solo... – Suspiró.
            - Recuerda que tú al menos tienes un último trago.- Le intentó consolar Iván.
            - Si... bueno, enséñame nuestra marca de guerra, ¿no?, es lo menos después de que yo ya te la haya mostrado.
            - Esto...
            - Va, no seas tonto, no desaparecerá porque dejes de mirarla, déjame verla – Le arremangó la manga. Allí, en su brazo no había ninguna mancha, es más, la piel estaba tan blanca como nunca lo había estado, era uno de los efectos secundarios de pasar dos años bajo tierra. Cuando Ron vio que no había mancha alguna, sus ojos se abrieron de par en par, le pidió a Iván que le enseñara el otro brazo, éste hizo caso omiso y al comprobar que tampoco estaba manchado, Ron se echó las manos a la cabeza, estaba tan sorprendido que no sabía que decir. Después de unos segundos miró a Iván y le preguntó:
            - Chico, ¿dónde cojones has estado los últimos años?, dime, ¡¿quién coño eres?!



sábado, 1 de diciembre de 2012

SIN RAZÓN DE SER


    Casi la mayoría de las personas que se me acercan llorando o apretando los dientes, son de color; los que se acercan inexpresivos y apretando gatillos suelen ser de menos color. Ambos se refieren a los otros con un: “ellos”. O eso se me figura a mí.

   Recuerdo que cuando me pusieron me dijeron que yo les serviría de protección y dictaría de quien sería una tierra y de quien otra, pero no me hablaron nunca de que me encargaría de separar colores. Aunque lo peor no es eso, lo peor es verlos a ellos, a los que se acercan con los dientes apretados, trepando por mis brazos, dejándose la piel, la ropa y los sueños entre mi pelo; y las madres de los más pequeños detrás de una colina cercana, rezando a sus ojos para que les muestren ver cruzar a sus niños. Porque si, muchos son niños, niños que suben siéndolo y que bajan al otro lado dejándolo de ser.

   De las prendas de su ropa y su piel que se olvidan entre mis dedos, he aprendido que no merece la pena, que no hay tierra que pueda separar mi altura, que no fue justicia, sino miedo y odio lo que hizo que construyeran mis pies y alzaran mi estatura. Y ahora, aquí medio enterrada, sin poder moverme, he de presenciar cómo se ensucian mis manos del dolor que nunca tuve intención de provocar. Por eso pido perdón, que me perdonen las familias por romperlas, que me perdone la pobreza por acentuarla, que me perdonen las personas por provocar que se llamaran de “ellos”, que me perdone el mar por hacerles llegar a aquellos que me vieron demasiado alta, que me perdonen los muertos por hacerles héroes a ojos de algunos y delincuentes a ojos de otros... perdonadme, porque en verdad, yo, sí que no sabía lo que hacía.

   Llevo años manteniendo silencio y he dejado que los actos violentos hablaran por mí, para ver si con ello erais capaces de ver la verdad de lo que estaba pasando. Pero vuestra hipocresía y vuestras fuerzas anestesiadas por placebos que vosotros mismos os inventasteis, han enmascarado cualquier verdad. Habláis de comprar, de tener, ¡pero no hacéis ni sois nada!, y estoy harta de que queráis pasar de puntillas por este mundo que antes os habéis encargado de minar.
   En cada rincón de esta tierra, que decís vuestra, alzasteis a algunas de las mías. A todas mis hermanas de alambre, a cada valla que levantasteis les digo que hemos dejado de tener razón de ser, que nuestras vidas ya no son más que armas en manos de quienes no creímos estar, que somos reflejo de injusticias y lágrimas derramadas a uno y otro lado de una tierra yerma. Me despido de ellas, porque yo, aprovecharé la primera brisa de viento para aferrarme a ella y dejarme caer hasta el suelo. Sé que poco solucionaré, y que en breve pondrán a otra en mi lugar, pero eso no es un motivo para quedarme, es tan solo un motivo para gritar lo que siento... sólo soy una valla de alambre más, una que hoy decide caer para levantar algo más importante.