miércoles, 7 de noviembre de 2012

GATOS DE TIZA. Capítulo 5: Sin tregua


   Mediodía. Las letras colgaban a varios palmos sobre el dintel de la puerta de la cafetería a la que le daba nombre. El letrero estaba encorsetado por un marco de forja y clavado en la fachada.

   Daniela estaba bajo aquel letrero. Erguida, con un pie sobre el escalón que había en la entrada y otro fuera. Miraba el reloj en su móvil, eran las seis de la tarde. Su cara bien maquillada y tapada con unas de esas enormes gafas que se llevan ahora, tras las gafas había varias horas de sueño perdidas y bien disimuladas. Perfumada, el pelo bien planchado y acondicionado, sus vaqueros de la suerte y su sudadera de las resacas. La noche había sido larga, la fiesta se había prolongado hasta el amanecer, los nervios le atenazaban ahora el estómago, y aunque estaba allí de pie sobre un tacón plano, sus pies le pedían tregua. A pesar de todo, cualquiera que la hubiese visto entrar en Mediodía aquella tarde, sólo habría recordado ver una preciosa sonrisa.

   Respiró hondo y entró decidida. El gesto fue muy sencillo, y aún así, aunque ella no se lo hubiese propuesto, pareció mil veces ensayado: Con un movimiento de cabeza se retiraba el pelo, la mano derecha se hacía con las gafas, sus labios sonreían y su voz saludaba. No había ráfagas de viento en ese lugar, aunque ella parecía moverse inmersa en una de ellas.
   La parte más inocente e ilusa de Daniela esperaba allí a un chico de su misma edad, de ojos claros y mirada risueña, sentado en una de las mesas y con gesto cansado. Esperaba que la reconociese nada más verla, que le confesase la ilusión que le hacía encontrarla. Esperaba un abrazo, una cita e incluso un flechazo... Sólo que Daniela no sólo era inocente e ilusa, su parte más experta de la vida le decía que allí no habría nadie, ni nunca lo habría habido.

   Efectivamente, y sin contar a una anciana que estaba al final de la barra, allí no había nadie. Entonces habló la parte esperanzadora de Daniela y dijo algo como: “tranquila, aún falta hora y media para el atardecer...”.

   - Hola. Buenas tardes, me pone un café con leche, con hielo y...
   - Con baylis y dos azucarillos, ¿verdad? – Le terminó la frase el camarero que cargaba una pequeña torre de platillos. Rozaba los cuarenta a juzgar por su apariencia. Estaba calvo y lucía una ajustada pajarita que asomaba por encima de la torre de platillos.
   - Si, gracias – Sonrió con gesto de aprobación.

   Luego Daniela se sentó en la misma mesa en la que se sentó la última vez. Se le pasó por la cabeza sentarse en una de las mesas por donde pasaba aquel tren del que le habían hablado, pero desde allí podía ver más de cerca el estante de los juegos de mesa. Además, así tendría que venir el camarero a darle el café y ella podría hacerle un par de preguntas.

   Salió de detrás de la barra otro camarero más joven. Aparentaba haber cumplido la mayoría de edad no hace mucho y llevaba en la bandeja el “batido” que Daniela solía tomar. Mientras se lo ofrecía, el camarero dijo:

   - ¿Otra vez por aquí, señorita? – Sonreía sin apartar la vista del café, con la habilidad de quien atiende a decenas de clientes a la vez.
   - Si, otra vez... – Pensó una excusa rápida para abrir el tema por el que estaba allí – La verdad es que vine porque me habían dicho que hoy se suele jugar aquí a un juego de mesa que ofrece la casa. – Frase ensayada.
   - Claro, hoy toca “Gatos de Tiza”. Aunque... – Miró a su alrededor – Le va a ser difícil, porque hoy no hay mucha gente y la señora Pura – Señaló con la cabeza a la anciana - no es muy dada a los juegos. – Sonrío.

  El camarero había dejado la bandeja tras de sí y la miraba con sus pícaros ojos marrones. Iba vestido con ropa de calle.

  - Ya, bueno, se supone que he quedado con alguien, no tardará en venir. – Luego echó una ojeada premeditada de arriba abajo al camarero y preguntó - ¿Tú no te disfrazas de camarero? – Miró al camarero que había detrás de la barra.
  - En realidad he acabado ya. – Se le escapó un suspiro de alivio que intentó enmascarar con un carraspeo y con un perfeccionado: - ¿Desea algo más la señorita?
   - No, gracias

   El camarero se dio la vuelta cuando a Daniela se le pasó por la cabeza que debía de aprender a jugar a Gatos de Tiza antes de que viniera su enigmático amigo, y además, podría averiguar algo sobre él antes de que apareciese.

   - Perdona – El camarero se dio la vuelta.
   - ¿Si?
   - ¿Podrías enseñarme a jugar al juego de mesa de hoy?
   Se lo pensó, aunque otra vez quiso enmascarar su reacción y, cortésmente, dijo:
   - Claro, aunque le advierto que seré breve, mi autobús saldrá pronto.
   - No te preocupes, aprendo rápido – Mintió. Aprendía rápido, pero no cuando llevaba la sudadera de las resacas.
   - Ahora vengo.

   El camarero desapareció por detrás de la barra. Luego el móvil de Daniela vibró justo cuando a ella la pilló mezclando azúcar con baylis con café y leche. Era un whatsapp que decía:

“Ya te vale!!, al final es la madre de Pedro quien nos está acercando al aeropuerto, y aunque no te lo creas, lleva media hora lanzando indirectas sobre niños y abuelas ilusionadas con su primer nieto”

   No pudo evitar que se le escapara una risita, era Helena. Se supone que era ella quien la debía acercar al aeropuerto, y ahora, las últimas palabras antes de irse de luna de miel, las tenía que escuchar de boca de su suegra en lugar de que la despidiera su mejor amiga. Daniela respondió:
  
“Ya sabes... a por el nieto!!, jajaja, estoy liada tía, ya te contaré luego. Pásalo en grande!!”

   Luego el móvil de Daniela vibró de nuevo, pero ella ya no le hizo caso. Volvía a pensar en cómo sería su enigmático amigo, los nervios volvían a hacerse presentes. De fondo sonaba Ismael Serrano.

   - Ya estoy aquí, ¿preparada? – El camarero dejó una mochila en el suelo. Traía una caja en las manos. La puso sobre la mesa. Era el juego de “Gatos de Tiza”.

   Daniela asintió y apartó su bebida. No se atrevió a tocarlo, esperó a que él lo abriera y le explicara las normas. Su corazón estaba agitado. Las palabras que había dibujadas en el cartón eran idénticas a las que había visto en el muro.

   -El juego es muy sencillo – Abrió la caja y desplegó un tablero. Era casi del tamaño de la mesa. En él había cinco líneas que se entrecruzaban formando un complejo ovillo, como uno de esos puzles que hay en el reverso de las cajas de cereales, pero mucho más complejo y colorido. - ¿habías visto esto alguna vez? – Daniela negó sin apartar la vista del tablero.
    - Bien – Sacó unas piezas de madera muy rústicas y pequeñas, del tamaño de un cacahuete y que parecían talladas a mano. Eran diez en total, cinco con forma de perro y cinco con forma de gato. Las piezas estaban pintadas del color de cada una de las líneas del tablero... y del muro. Daniela estaba embobada. – El objetivo es, lanzando este dado, ir avanzando en el tablero, hasta conseguir que tus perros de tiza, o tus gatos de tiza, lleguen hasta el final de la línea de su mismo color. Pero ¡cuidado!, si uno de los perros se cruza con un gato, el gato debe retroceder tres casillas. A cambio el que lleva a los gatos puede tirar doble cuando le salga un cinco en el dado.

   Parecía sencillo. Era como un parchís con gatos y perros. Pero había unas tarjetas con claves musicales y dos pequeñas pizarritas en cada extremo del tablero. Al lado de cada una de ellas había dibujado un perro o un gato con gesto pensativo y una tiza en la mano. Daniela señaló una de las pizarras y preguntó:

   - ¿Y esto?
   - Bueno, cada vez que uno de los dos llegue hasta el final, podrá dibujar la línea de un pentagrama con el color de tiza con el que haya conseguido llegar. – Sacó una pequeña cajita de madera oscura, muy simple, y le enseñó tizas de los cinco colores. Daniela volvió a sonreír encantada. – Quien haya completado las cinco líneas, debe probar suertes y dibujar una de estas tres claves musicales. Si acierta la clave que el otro jugador tiene, gana – Los ojos del camarero volvían a rezar, como hicieran en otra ocasión: orgullo.
   - ¡Es genial! – Daniela no podía asimilar tantas coincidencias, parecía que todo estuviese hecho para ella. Su rostro desbordaba una amplia sonrisa. Apenas había tocado el batido.
   - Pues si ya sabe cómo se juega, he de irme señorita. – El camarero parecía inquieto, debía de tener prisa, además, ese último “señorita” no le había salido por cortesía. Lo decía con un poco de resignación e impaciencia. Pero Daniela no lo vio, a penas si lo había visto a él. No había apartado la vista de aquel juego de mesa y de sus recuerdos... aquel muro, aquella vez en que sintió como el firmamento se iluminaba para ayudarla a alumbrar su particular y oscuro cielo... ahora aunaba todas esas emociones y la desbordaban. Volvió a la realidad y dijo:
   - Una cosa más, ¿suele venir ahora un poco más tarde, mucha gente a jugar al juego?
   - Sí, claro. Aunque no lo parezca, este juego tiene fama, parece cursi, pero añádele apuestas y alcohol y no tendrá nada que envidiarle a una timba de póker – Empezó a guardar las fichas y el tablero – El que nunca falta es el hijo de Don Morillas y sus amigos.
   - ¿Don Morillas, el profesor Don Morillas?
   - Sí
   - Vale, muchas gracias, en serio, dejaré una buena propina por tu explicación.
   - A ti, señorita. – El camarero cogió su mochila, se acercó a la barra, le dio un abrazo largo y entrañable al otro camarero, cogió una maleta que había tras la barra y se marchó.

   Daniela no quitaba ojo del juego de mesa, era increíble, alguien a quien no conocía había hecho por ella, más de lo que había hecho nadie a quien conociera. Empezaba a encajar todo de nuevo, el hijo del huraño Don Morillas: eso explicaría el que nunca se cruzara con él, tal vez iba y venía con su padre del colegio, tal vez su padre le daba clase en casa y no tenía porque ir al colegio. Empezó a hacer memoria: Don Morillas le dio clase a su hermana, tal vez su amigo enigmático estaba en la clase de su hermana. Hizo un repaso rápido por todos los amigos de su hermana... todos descartados, ninguno de ellos podrían haber hecho tal genialidad, ellos siempre estaban demasiado ocupados haciendo caballitos con sus motos y gastando las aceras de su botellódromo particular: cualquier plaza donde la luz de las farolas hubiese sido apedreada.

   Evadió esa última idea y repasó mentalmente las reglas del juego: Cada uno parte con cinco perros o gatos y la ficha de una clave musical. El objetivo es llegar hasta la otra parte del tablero, si un perro se cruza con un gato este último retrocede tres casillas. Los gatos tiran doble cuando sale cinco en el dado. Cada vez que un gato o un perro llegue al final, se dibuja una línea del pentagrama en una pequeña pizarrita y cuando llegan los cinco se prueba suertes dibujando una de las tres claves musicales. Si aciertas, ganas. Pero... ¿qué pasa si no aciertas? Fue un pequeño detalle que se le olvidó mencionar.

    Su móvil vibró varias veces más, el líquido de su batido había hecho suyo los hielos que antes flotaban, la anciana le había mirado con gesto melancólico, y el camarero, de ojos vidriosos, había perdido su vista. Pero Daniela no se percató de nada de eso. De fondo sonaba Norah Jones y en sus adentros sonaba un: “¿y qué pasa si no aciertas?”

   La puerta se abrió. Daniela se irguió en la silla. Entraron dos jóvenes, uno de ellos era alto y guapo, saludó con un ademán al camarero (que de repente encontró, sobresaltado, su vista) y éste le devolvió el saludo. Ambos se sentaron en una de las mesas cicatrizadas por la vía del trenecito y pidieron un “lo de siempre”. No pasó ni un minuto cuando uno de ellos, el menos agraciado, se levantó y fue al baño. El otro chico, al que la parte más ilusa de Daniela había señalado como su incógnito amigo, tecleaba despreocupado en su móvil. Era moreno, de pelo corto y con una de esas crestas de ahora, sin gomina. Con barba de unos pocos días, mentón pronunciado, ojos oscuros y buena complexión.

   Daniela se armó de valor y se levantó, estaba dispuesta a contarle todo desde el principio al más mínimo atisbo de esperanzas de que fuera él. Pensaba ir allí, preguntarle por los juegos de mesa, hacer creer que no tenía ni idea, sacar alguna indirecta sobre el atardecer e incluso había pensado ir con una tiza y dibujar una línea ondulada en su mesa. Sería el particular saludo con el que se conocieron hacía años. Sólo que no sabía con certeza que fuera él. Sí, debía ser él. ¡Seguro!. Iba pensando todo eso mientras se acercaba. Pasó por su lado y entonces escuchó un ruedecito en la barra, se dio la vuelta. Era el camarero cargando el famoso tren. Uno, dos y tres vagones... un momento... “¿y ese tercer vagón?, ¿¡Por qué cojones...!?...” Se acercó aún más al vagón para comprobar lo que había visto. Luego, cuando se puso en marcha siguió al tren con la mirada. La vida le había dado otro motivo para volver a dejarla plantada, con la boca abierta y en forma de “O”. Parpadeó, fue a decir algo, pero no dijo nada. Echó la vista a su mesa, al fondo, luego al camarero que la miraba con gesto interrogativo y de nuevo fue a decir algo:

- ... – Iba a decir un nombre, pero se acordó de lo tonta que había sido... no tenía ni un nombre que decir. – Perdone, el otro camarero, ¿Dónde...? ¿Dónde se ha ido?

   El hombre calvo miró su reloj, era de bolsillo, de esos antiguos, y respondió con un deje de pesadez:

   - A estas horas ya habrá salido su autobús a Madrid. ¿Por qué lo pregunta?
   - ... – Se maldijo cien veces justo después de escuchar “Madrid” – Y... dígame, el juego de Gatos de Tiza... Lo inventó él, ¿verdad?
   - Como casi todos los que hay aquí- Respondió el joven que había sentado. – Otra cosa no, pero imaginación tiene un rato.

   Daniela no quiso escuchar una palabra más, se dio la vuelta sin tan siquiera respirar y se dispuso a coger sus cosas e irse. Se acercó a la barra al volver y pagó el café-batido que no bebió.

   - Perdone otra vez, ¿Sabe cuándo volverá?
   - Pues supongo que volverá a visitar a su familia dentro de no mucho. Pero como están las cosas... quién sabe. Es que le ha salido curro allí en Madrid, y no sabes cuanta falta le hacía algo así a su familia.
   - Y si no es mucho preguntar, ¿Cómo se llamaba?
   - Iván  
   - Gracias... tome, quédese con el cambio

   Antes de poner un pie fuera de Mediodía, volvió a echar un vistazo más al tercer vagón que, la primera vez que había estado allí, Iván le había dicho que pintó. En él, en una de las esquinas inferiores se podía ver las letras cursivas: “P.T.”
   Al menos Daniela ya sabía la respuesta a su: “¿y qué pasa si no aciertas?”. Si no aciertas – respondió para sí misma – Si no aciertas sales de Mediodía sola y vuelves a intentarlo... hasta que pierdas. Se puso las gafas de sol y empezó a caminar calle abajo. No sabía cómo, pero no tenía intención de dejar esta historia así. De momento sus pies volvían a gritar tregua y sus pasos seguían sin hacerle caso.


No hay comentarios:

Publicar un comentario